El nacionalismo es un cáncer político para una sociedad democrática. Esta frase es inexacta o, más bien, totalmente equívoca porque aunque más importante es la sociedad que la democracia (más importante la gente que el sistema de gobierno) lo sustantivo sería aquí el adjetivo. Así pues: el nacionalismo es un cáncer para la democracia. Sin embargo la frase del principio no deja de contener, también en rigor, cierta parte de verdad en tanto es un hecho que la sociedad democrática no quiere dejar de serlo, que la sociedad gobernada en democracia no quiere gobernarse en el despotismo o el autoritarismo. Bien es cierto que hay sociedades gobernadas democráticamente que han entrado en un declive terminado, incluso, en el totalitarismo. Son tragedias patéticas: no lo quieren, son engañadas patéticamente… con visiones de mundos utópicos.
En todo caso estamos ante una certeza particularmente veraz en España. Digo que aquí es aplicable en particular porque nuestra democracia se halla a día de hoy bastante degenerada.
El nacionalismo es una utopía como otra cualquiera: es inalcanzable. Otro carácter inherente del hecho utópico es que parte de presupuestos falsos, no podía ser de otra manera: las utopías solo se alcanzan en la teoría desde la falsedad y la mentira (en la práctica ni eso, el crimen puede ayudar al engaño pero no acerca “el mundo nuevo”). No me refiero simplemente a sus estupefacientes visiones de la historia, menos a su filosofía de la historia, sino a que la sociedad de la que nos hablan no se ajusta a la que de verdad existe. El nacionalista, como utópico moderno, puede asumir públicamente el hecho y en cualquier caso lo asume consciente o inconscientemente en su fuero interno, pero, decía, como todo utópico moderno lo justifica señalando que la sociedad está “engañada” de alguna manera. Para el nacionalismo la sociedad está imbuida de “anhelos”, “potencialidades”, “deseos” e “intuiciones” reprimidas que esperan un sencillo catalizador para emerger, naturalmente ese catalizador existe y es él, su personificación, el nacionalista. Aunque como adepto al racionalismo me fío más de lo explícito (ya existente, presente) no negaré que lo implícito se da, pero igualmente existen potencialidades implícitas de violencia, crimen y masacre que pueden estar esperando un catalizador, un “momento para emerger”, para “ser libres”… respecto de la justicia, en el crimen. Esto último explica muy bien en mi opinión el hecho de que en los regímenes tiránicos haya tantos crímenes: el catalizador es el régimen, el criminal de a pie existía antes solo que “emerge”.
Como decía antes la sociedad democrática no quiere dejar de serlo, pero la utopía puede penetrarla, nada más hace falta la demagogia. Nada más no, claro, obviamente hay condiciones ambientales que la favorecen, muchas veces inesperadas y acaso inadvertidas. “Factores” que están ahí, “potencialidades” que esperan al demagogo.
El nacionalista es un demagogo, su sociedad no existe y lo sabe (los políticos lo saben, al menos hasta que se autoengañaron). Sabe que “su sociedad” debe ser construida, que no “emergerá espontáneamente” al levantar velos ignominiosos. Que no florecerá cuando “denuncie la injusticia”. A este respecto el problema con el nacionalista lo resumió a la perfección otro utópico, Marx, y es que “el nacionalista no busca mostrar la realidad, sino cambiarla”; querría recalcar –por si acaso- que la realidad puede ser cambiada, pero que todo cambio –he aquí el quid de la cuestión- debe partir de la realidad existente, de lo real, y no tratar de crear una realidad que se ajuste a los fines.
En España el nacionalismo no renuncia a tomar una realidad inexistente (qué gracia hace, entonces, hablar de “realidad”, ¿hay alguna “realidad no existente”?), ni a acomodarla a los fines, no renuncia a ésto pero reconoce la falacia que hay en ello, asume que los cambios deben ser progresivos. Lo asumió hace tiempo. En España, ahora, el nacionalismo comienza a quitarse sus velos, es muy notable el debate interno que se desarrolla en la coalición Convergència i Unió (CiU)*, donde Convergència opta por el independentismo mientras Unió renuncia a él, así como al “soberanismo” (¿qué otra cosa es soberanía sin independencia? o al menos ¿qué cosa puede ser para un nacionalista hispano?). Exactamente lo mismo ocurre con el PNV, donde Ímaz ridiculizaba públicamente –aunque sin recrearse- la independencia y la soberanía, afirmando una y otra vez que eran “conceptos cuyo significado había que pensar de nuevo”. Los velos se quitan por cuanto todos comienzan a hablar de independencia y soberanía, efectivas, reales.
Digresión. Dice el nacionalista y asume el público en general, que “la independencia es un objetivo legítimo”. ¡Hasta dónde ha llegado la degradación de nuestro sistema democrático cuando se discute sobre lo que es legítimo en lugar de lo que es erróneo! Siendo justos esto ocurre en gran medida porque el nacionalismo español ha presentado el independentismo regional como ilegítimo, en lugar de cómo absurdo y pueril. Algunos nacionalistas, los más capaces, aseguran que la independencia, por ejemplo, de Cataluña haría que los catalanes “vivieran mejor”; esto, aparte de impregnado por una visión cortoplacista atroz –nuevamente, o, doblemente pueril- solo puede sostenerse desde una posición absolutamente egoísta. El egoísmo se tapa con ambigüedad, es un egoísmo demagógico.
De vuelta. Y es que la independencia de alguna región española es una estupidez, algo que no cabe en la cabeza de alguien bienintencionado a quien guía la razón, en fin, alguien orientado porque “los ciudadanos vivan mejor”, solo pueden sostenerlo quienes se conforman con que “los ciudadanos estén más a gusto”. Esta es otra degradación de la democracia, “vivir mejor” por “vivir a gusto”. Vivir mejor tiene como término inestimado “vivir bien”, vivir “a gusto” tiene un término nada inestimado: vivir en una sociedad en que determinadas ideas se hayan establecido generalmente. Pero hay otra cuestión más inquietante ¿No vivían “a gusto” muchos alemanes bajo el nazismo?, ¿no decía Mayor Oreja que, en el País Vasco, muchas familias vivieron el franquismo con “mucha tranquilidad” –estaban “a gusto”-? Estas preguntas nos llevan a contestaciones inequívocamente positivas, al “sí”. Y es que el fracaso antidemocrático se sustenta en buena medida en una falta de exigencia terrible y, en último término, en el fracaso. Véase ya el tremendo paralelismo que puede establecerse entre la utopía nacionalista y, por ejemplo, la comunista: unos y otros pretenden algo inmejorable (la diferencia es superflua, puede decirse desde cierto punto de vista que el ideal comunista es “inmejorable” en tanto no habría nada mejor; la utopía nacionalista solo pretende que se “esté a gusto”; el totalitarismo nacionalista, el nazismo, pretendió “un nacionalismo que no tuviera nada perfectible”, una mezcla explosiva).
Se asume con naturalidad que lo “necesario” para la vida de un hombre es muy variable, que no se puede hacer un decálogo en que se determinen las necesidades humanas, de cualquier humano, y es cierto. Ocurre que las “necesidades” van cambiando y que lo “necesario” en la Francia del s.XX podrían considerarlo superfluo quienes pintaban las cuevas de Lascaux. Lo “necesario” es algo variable de una sociedad a otra y en última instancia algo del todo subjetivo, por eso al nacionalista le basta con “estar a gusto”, con que sus sentimientos patrióticos (sentimientos al fin y al cabo) sean asumidos por la legalidad de su Estado.
No confío en el triunfo de estas razones en la contienda presente que hay en España contra el nacionalismo, pero sí apuesto por ellas. El nacionalismo no es ilegítimo, es estúpido. Los nacionalismos regionales que se desenvuelven en España no son sinónimo de fascismo, son sinónimos, canonizaciones de la “mínima exigencia”. Es la mínima exigencia elevada a los altares. No son ideas de sociedades nuevas, ordenadas originalmente, son ideas de “sociedades suyas”, que bien pudieran ser –desde luego- en todo lo sustantivo y –probablemente- en un 99% de lo demás exactamente lo mismo que la España de hoy. Hay suficientes datos que inducen a pensar tal cosa: los territorios que componen el Estado actual lo formaban ya hace 515 años, España es nación desde hace unos de 150. Si se aparta la filosofía de la historia nacionalista, ese esencialismo caduco, estéril para el pensamiento (y potencialmente dañino para lo físico), solo podemos preguntarnos ¿si hemos vivido bajo las mismas condiciones durante tanto tiempo qué han estado haciendo secretamente que los lleve a ser, en la independencia, tan distintos a nosotros? Nada, naturalmente. Esas cuatro letras resumen a la perfección la esencia del nacionalismo.
Clamo porque se muestre la auténtica perfección del nacionalismo, se desarrollen racionalmente y se enseñen sus verdaderas exigencias. Clamo porque se muestre algo muy demostrable -que reitero nuevamente-, que la perfección del nacionalismo es “en el a gusto”, que una vez alcanzado eso no tiene nada más, que una vez alcanzado eso será exactamente igual que cualquier otra cosa. Que no promete de veras nada original ni ambicioso (aparte de su ceguera y estupidez). Que la canonización de unas ideas de inspiración sentimental (esas que les harán sentirse -solamente- “a gusto”) es una concepción absurda y perniciosa para cualquier sociedad: es la negación del progreso humano. El nacionalismo no puede prometer desde la razón nada más que lo que puede prometer un no-nacionalismo cualquiera.
Clamo por mostrar algo muy demostrable, que el nacionalismo puede prometer, eso sí, mucho menos que un no-nacionalismo cualquiera.
* Aunque sacar rotundas y trascendentes conclusiones políticas del análisis lingüístico puede ser peligroso y, a veces, absurdo alguien debería hablar sobre qué cohesión ideología puede soportar una coalición compuesta por un partido que suma una “convergencia" y una "unión”. Jocosamente puede decirse que es la significación más perfecta del “unámonos que somos más fuertes, ya veremos para qué”… no extraña que CiU fuera tradicionalmente una formación “pragmática”.